Hace unas cuantas décadas que alguien no me reta de este modo. Aunque cada vez que digo algo así siempre alguien me recuerda que no soy tan importante, que no me habla a mí, y que tal vez esté un poco nervioso o sensible.
Sin embrago no me pasa nada de eso, porque tengo muy claro que individualmente no valoro ningún reto de este tipo, de nadie, y menos de un presidente que debería comportarse como un empleado y no como un monarca.
Me preocupa, en cambio, la actitud que deja ver la peligrosidad de gente como esta. Un reto de ese tipo supone que no es posible entrar en razón con el otro, y que la posición que tiene no es discutible ni modificable, como cuando un padre manda a lavarse los dientes antes de ir a dormir.
Pero lo más difícil de digerir es que se considere un padre (o madre, da lo mismo). Solo los gobernantes con confusiones de autoridad y patinadas de autoestima son permeables a este tipo de discurso.
De hecho, estos trastornos profundos son preocupantemente peligrosos cuando se trata de mandatarios, y que al sistematizarse se convirtió en lo que me gusta llamar “Insulto de Estado”
Este Insulto de Estado fue inaugurado como uno de los tantos instrumentos comunicacionales durante una década que difícilmente pueda mostrar algo que haya funcionado bien. Detrás de este diseño hay miles de empleados y cómplices. Cómplices de delitos antiguos, y de delitos recientes.
Un instrumento de destrucción de la paciencia y el orgullo de ser la clase media. Esa que les da de comer a ellos, esa que no tiene organizaciones que la representen, esa que tiene la capacidad productiva para financiar la Argentina improductiva, esa que valora formarse y educarse, y vivir de su trabajo (como incluso defendía Perón)
Los deditos acusadores son los que nos invitan a abandonar esto apenas podamos. A desarmar la Argentina por goteo. A que cada vez haya menos capacidad de producción, menos educación, más pobreza, más aislamiento, más inseguridad y menos perspectivas para mis hijos.
Los deditos acusadores nos necesitan, pero nos desprecian. Por eso se quedan sin nosotros, por goteo.
Se parece al odio de clase, pero con la clase equivocada.
Cuando somos víctimas del insulto de estado, es un poco difícil el juicio neutral frente a estos vividores del trabajo ajeno.
En el proceso largo, es la venezuelización, que está lejos de ser un plan macabro (no son capaces de hacer algo de tal complejidad) sino más bien la huída lenta pero constante de los que ya estamos hartos de los deditos.
Entiendo que la pandemia puede ser un agravante, pero (además de los mil argumentos para explicar que no es determinante del fracaso de este presidente) si a la actitud del dedito y el insulto se agrega la amenaza y la promesa de control por parte de fuerzas federales en una jurisdicción autónoma (en mi Ciudad de Buenos Aires), se convierte en violencia pura y dura.
La parva de personas que los apoyan suelen defender estos encierros también levantando el dedito acusador por el cuidado, cuando son los primeros en asistir a las manifestaciones propias. Son los que posibilitaron que estos deditos autoritarios lleguen allí.
Son cómplices blandos.
Le sugiero presi que escuche un poquito más, porque se acaba el tiempo y la paciencia de los que no somos cómplices, y tal vez muy pronto se arrepienta de habernos levantado ese dedito.